La identidad de la escuela como institución nacida en la modernidad se disuelve en el líquido de un período bisagra, antes y después de la pandemia. ¿Qué postura adoptamos como educadores en relación a ésto? ¿Cuál es nuestro horizonte?
Los educadores transitamos nuestro oficio/arte/profesión tensionados entre el mandato de transmitir los saberes heredados y socialmente valorados, las demandas de innovación que plantea la sociedad del conocimiento y la desigualdad de una sociedad fragmentada.
No se trata de renovar contenidos y estrategias en un cambio superficial sino de una transformación genuina, incorporando nuevas corrientes de pensamiento, que conciben a la persona como sujeto racional, con corporalidad, con emociones y que habita en el lenguaje. Esta concepción integral coloca al sujeto que aprende en el centro del proceso y en un rol activo que habilita el aprender a aprender, a hacer, a vivir y a convivir.
La emergencia sanitaria que se prolonga y acentúa nos convoca a posicionarnos de otro modo, a
tomar otras perspectivas que han de ser discutidas. Pero, ya no en la escuela como depósito de saber o como buzón de "entrego y recibo", sino como ámbito de significación: la escuela como un foro.
Esta idea que propone Jerome Bruner[i] , parte de una concepción de la cultura continuamente recreada al ser interpretada y renegociada por sus integrantes.
Según esta perspectiva una cultura es tanto un foro para negociar y renegociar
los significados y explicar la acción, como un conjunto de reglas o
especificaciones para
Si la escuela del viejo paradigma semeja un archipiélago de islas, con docentes solitariamente empeñados/as en ofrecer las mejores condiciones para que sus alumnos/as aprendan, la idea de foro habilita las conversaciones auténticas, los vínculos, las emociones, la sinergia, la colaboración.
La pregunta que nos hacemos ahora es ¿cuáles son nuestras posibilidades para desempeñarnos en una escuela convertida en foro? ¿qué hacer desde nuestro rol de educadores y cómo hacerlo?
Podríamos empezar por soltar al héroe solitario del viejo paradigma y
convocar a la colaboración como valor, como metodología y como conocimiento.
Promover comunidades de aprendizaje en las que el papel del educador/ra no esté en
el centro visible sino en la intangible energía que estimula